lunes, 29 de septiembre de 2008

Capítulo II: La venganza de Gréndel


A la mañana siguiente a la muerte de Gréndel, el palacio estaba rodeado por los daneses que acudían para enterarse de lo ocurrido. Casi ninguno de ellos había podido dormir a causa de los
gritos. Mientras observaban la garra del ogro que colgaba del techo, se relataban unos a otros los detalles de la lucha.
Un reguero de sangre salía del palacio y se internaba en el bosque. Parecía indicar el camino por el que Grendel había huido. Algunos hombres decidieron seguir ese rastro, ayudados por
las pisadas del monstruo, que habían marcado la tierra con grandes huellas.
De regreso al Herot, contaron a todos lo que habían visto. Siguiendo el camino indicando por las manchas de sangre, habían llegado hasta un lago donde las aguas hervían rojas y se
revolvían en un furioso oleaje. Estaban seguros de que allí se había arrojado su enemigo.
Hrothgar entró al palacio acompañado por la reina. A medida que ambos subían por las gradas, podían contemplar de cerca la garra de Grendel colgando del techo dorado. Aquella zarpa era
tan espantosa que tenía en cada dedo una uña de acero. Decían que nunca una espada, por dura que fuese, hubiera podido abatir a la fiera o cortar su garra.
Ya en la sala, el rey pidió que llamaran a Beowulf.
—Hace aún poco tiempo pensaba que nunca acabaría esta desgracia. Mi sala estaba roja de sangre. Desde ahora —le dijo— , te doy mí afecto y te tengo por hijo. Respeta este vínculo y
guárdalo por siempre. Nada en la tierra te habrá de faltar de las cosas que tengo.
—Hubiera deseado que no escapara, pero no pude impedirlo —dijo el godo—. Resistimos con valentía, pero escapó cuando su brazo se desprendió del resto de su cuerpo. De todos modos,
vivirá poco tiempo.
Unferth, el envidioso, permaneció a un costado, sin que nadie lo viera, masticando su odio. Ciertamente, Beowulf había demostrado tener mucho valor para matar al ogro. El nunca se
hubiera atrevido a hacerlo. Pero todos parecían olvidar que Beowulf no era el único que había quedado con vida después de la lucha. La leyenda de las criaturas decía que eran dos los monstruos que vagaban en la noche. Unferth lo recordaba, aunque no tenía intenciones de decirlo.
El rey ordenó que arreglaran el Herot inmediatamente. En los muros se colocaron inmensos tapices, que causaban asombro por las escenas tejidas en ellos. Podía contemplarse la historia de los daneses, tramada en finas hebras de lana de distintos tonos. Luego se repararon los bancos y los acomodaron alrededor de las mesas. Sólo el techo había quedado intacto.
Cuando el Herot lució por fin como antes, Hrothgar reunió a sus caballeros en la sala para organizar una ceremonia. Todos los famosos varones tomaron asiento en la morada presididos por el monarca.
El rey le entregó a Beowulf un estandarte dorado, una cota, un yelmo y una espada excelente. El yelmo estaba adornado con una banda de hierro trenzada que servía para protegerse del golpe
mortal de una espada. Ordenó traer ocho caballos, todos de distintos colores, cuyas riendas y correajes estaban cubierto por láminas de oro. Uno de ellos llevaba una montura adornada con
joyas, pues era la silla del monarca.
La reina se acercó a Beowulf y le entregó dos brazaletes de oro trenzado, una cota de malla y un collar como no ha habido en el mundo.
Entonces, organizaron una fiesta tan grande como las que antes solían realizar. El arpa comenzó a sonar mientras los daneses acudían con jarras de vino.
Al llegar la noche, Hrothgar se retiró cansado a su alcoba. Los guerreros apartaron los bancos y extendieron jergones y mantas sobre el suelo para descansar. Luego de quitarse las armas,
cerraron las puertas y ventanas del palacio para mantenerse a resguardo del frío de la noche.
Recién entonces, godos y daneses se entregaron al sueño.
Beowulf se retiró a una alcoba especial que le fue asignada.
Pasada la medianoche, la puerta principal del palacio se abrió de par en par y un viento helado penetró en la sala.
La madre de Gréndel, una ogresa tan repugnante como su cría, estaba de pie en la entrada. Su diabólica figura se recortaba contra una tenue luz que venía de afuera. Miraba a cada uno de
los guerreros con rencor, dispuesta a devorarlos para vengar la muerte de su hijo.
El terror se apoderó de todos. Los hombres atinaron a empuñar los hierros que estaban sobre los bancos y tomaron los escudos.
Al ver que los caballeros se armaban, la ogresa quiso alejarse rápidamente de la sala. Pero antes de irse, atrapó a Esker, el varón que Hrothgar más estimaba, y escapó con él a su ciénaga.
Por la mañana, los hombres miraban aterrados hacia el techo del palacio sin poder creer lo que veían: la ogresa se había llevado la garra sangrienta de su hijo.
El rey ordenó que Beowulf acudiera a su sala y lo puso al tanto de lo que había sucedido.
—Esker, mi mejor guerrero, está sin vida . Una ogresa monstruosa le dio muerte con sus manos y escapó arrastrando su cuerpo.
La leyenda decía que eran dos los ogros. Ayer castigaste a uno, a Gréndel.. Fue su madre la que anoche atacó el palacio para cobrarse la muerte de su espantoso hijo.
—Hrothgar, seguiré su rastro. No escapará, ya se meta en la tierra, ya corra a los bosques o al fondo del mar. Donde quiera que esté, la hallaré.
—Aún no conoces el horrible paraje donde vive. Es un lugar despiadado como los que lo habitan. Un río se vierte desde el monte y se hunde en la tierra al pie de las rocas. Desde sus orillas,
puede verse un fangal repugnante sobre el que se inclina un bosque nevado. Las ramas de los árboles se dejan caer sobre el lago y lo ensombrecen. Cada noche se producen allí unos espantosos prodigios: las aguas foguean como si un ejército de guerreros estuviera sumergido en ellas disparando las armas más poderosas. Mal sitio es aquel. Cuando el viento se levanta, el oleaje se eleva oscuro hasta las nubes. Entonces, el aire se espesa y el cielo estalla en agua.
Beowulf lo escuchaba tratando de imaginar aquel lugar.

—Ve allí, si te atreves —dijo el rey—. Pero antes de partir, debes saber algo: ningún sabio varón ha conocido jamás el fondo de esas aguas. Nada puede decirte de lo que en ellas está sumergido.
Rápidamente se organizó una tropa para acompañar al godo hasta el lago. Hrothgar también se puso en marcha. Siguieron las huellas de la ogresa, caminando por las sendas de los bosques y a
través de los campos abiertos. Trataban de no perder el rastro al cruzar los fangales. Recorrieron caminos de rocas quebradas donde el paso se hacía difícil, pues sus senderos eran tan angostos
que sólo podía pasar un hombre por vez.
Al fin, llegaron a un bosque que volcaba sus ramas a un precipicio gris. Era una selva penetrada por las sombras. Abajo, las aguas del lago se revolvían con sangre. Hrothgar ordenó que un guerrero se adelantara para inspeccionar la zona. El danés trepó sobre un risco para observar por qué camino les convenía acercarse a la orilla; pero antes de que pudiese hacerlo, su mirada tropezó con una escena horrible: la cabeza de Esker estaba tirada sobre el barro.
El guerrero regresó y contó lo que había visto. Todos se sentaron en silencio, sin dejar de mirar el lago, pues no podían apartar sus miradas de aquel espectáculo. Enormes serpientes, que no
dejaban de moverse, estaban nadando en las aguas. En las rocas, se veían monstruos echados, extraños dragones tendidos boca abajo.
Entonces, el cuerno tocó sus sones de guerra. Al oír aquel sonido, todas las criaturas emprendieron la huida con desconfianza.
Sus cuerpos se teñían de rojo al atravesar las aguas. Beowulf empuñó su arco, lo atravesó con una flecha y apuntó a una de las bestias. El arma logró penetrar en su pecho y quedó incrustada en él. La serpiente cayó en el lago y empezó a nadar lentamente. Los demás guerreros comenzaron a lanzarle arpones hasta sacarla del agua. Su cuerpo áspero y brillante quedó tendido sobre la tierra, a la vista de todos.
El príncipe de los godos, decidido a entrar en el agua, se equipó con su arnés de combate. Le colocaron la cota de malla para proteger su cuerpo de las garras de los monstruos. Su cabeza estaba cubierta por el yelmo, cuyas bandas de hierro impedirían que nada lo hiriese.
Unferth se acercó entonces a la orilla. Seguro de que el godo moriría, le dijo:
—Si precisas ayuda, puedo prestarte mi espada, la Hrunting.
Beowulf no le contestó. Mientras continuaba preparándose, observaba la espada que el danés le ofrecía. Su hoja mostraba señales venenosas, pues había sido endurecida con la sangre de
las guerras.
—Nunca me ha fallado en ninguna de mis batallas —insistió Unferth, pero el godo seguía sin hablar.
—¿Acaso eres tan arrogante como para negarte a usarla? ¿O prefieres que tu sangre se mezcle con la del ogro dentro de las aguas?
—Tú sólo amenazas, pero no te vistes para bajar. Déjame en paz ahora —le dijo Beowulf.
Entonces, se despidió del rey:
—Hrothgar, heredero de Healfdene y gran soberano, parto en busca de la ogresa. Si muero, protege a mis hombres. A Hygelac, envíale los regalos que ya me entregaste: deseo que sepa que fuiste generoso conmigo.
El godo se acercó lentamente a la orilla. Las aguas enrojecidas comenzaban a mojarlo mientras sus pies se hundían en el lodo blando. Así siguió avanzando, hasta que su cuerpo estuvo
sumergido.
Gran parte del día estuvo nadando sin poder dar con el fondo. Una y otra vez intentaba hundirse con grandes impulsos, pero el lago era demasiado profundo. Los daneses y los godos, que lo
observaban desde el risco, veían cómo su cuerpo emergía húmedo y volvía a desaparecer con rapidez. Todo era en vano.
La madre de Grendel advirtió que un hombre se encontraba en sus aguas. Desde su guarida lo veía descender, temiendo que pretendiera invadir su mansión.
Nadó entonces hasta hallarse debajo de aquel cuerpo y lo atrapó velozmente con sus feroces garras. Nadie pudo verla, pues no asomó a la superficie. Bajó hasta su cueva en el fondo del lago,
arrastrando al godo, que no conseguía valerse del hierro para detenerla. Las bestias marinas lo rodeaban y mordían su cota una y otra vez.
El guerrero se sentía desvanecer, sus fuerzas disminuían a causa de los intensos ataques. Atrapado por la ogresa y cercado por esos engendros, perdió el conocimiento.
Cuando más tarde pudo reaccionar, se encontró en una gruta submarina, donde vivía la ogresa. El techo impedía que las olas furiosas penetrasen en aquel recinto húmedo y maloliente. Una
hoguera de llamas brillantes iluminaba la estancia. Lentamente, Beowulf pudo acostumbrarse a aquella luz. Recién entonces vio a la ogresa, que lo observaba como si fuera un monstruo nunca
visto.
El guerrero alzó su espada y la lanzó sobre la cabeza de su enemiga, pero el golpe no logró dañarla. Arrojó, entonces, su espada al suelo, dispuesto a valerse sólo de sus manos.
Agarró a la ogresa por el hombro y, con una fuerza terrible, hizo que cayera a tierra. Pero también ella era fuerte y pudo derribarlo.
El godo cayó y la bestia se le colocó encima. Su mirada era despiadada. Sin que él pudiera advertirlo, sacó una daga ancha y brillante y trató de matarlo. Pero ni la punta, ni el filo de la
daga pudieron atravesar la cota anillada del guerrero.
Beowulf logró levantarse del suelo y se apartó de ella. Buscaba impaciente algo que pudiera servirle para atacarla. De pronto, vio un hierro impresionante que colgaba de una pared de la cueva.
Era una espada valiosa y de filo potente, tan pesada que ningún otro hombre hubiera podido manejarla, pues había sido forjada por gigantes.
Mientras Beowulf luchaba en aquella cueva, arriba, en la orilla del lago, Hrothgar y sus guerreros observaban atentos las aguas.
El lago seguía hirviendo furioso, teñido de sangre. Los sabios ancianos decían que el héroe ya no regresaría. Muchos pensaban que la madre de Grendel lo había abatido.
—Tal vez ni siquiera la ha encontrado. Seguramente ha sido devorado por alguna de esas serpientes —dijo Unferth, señalando las bestias que se revolvían en el lago.
Nadie podía desmentirlo, pues el cuerpo del godo no aparecía por ningún lado. Desde que lo habían visto sumergirse por última vez, no había vuelto a la superficie.
—No existe nadie capaz de soportar tanto tiempo debajo del agua. Ni siquiera el más valiente de los hombres puede hacerlo
—dijo el envidioso danés que, como el resto, desconocía la existencia de la cueva—. Regresemos al palacio. Nada tenemos que hacer aquí.
Los daneses, que ya habían perdido toda esperanza de volver a ver a Beowulf, aceptaron la propuesta de Unferth y se dispusieron a retornar al Herot. Sólo los godos se quedaron a esperarlo.
Pero en la profundidad del lago, dentro de la cueva, Beowulf aún seguía luchando. Había tomado la espada de los gigantes y la sostenía firmemente en sus manos. Sabía que era su última oportunidad.
Si fallaba, la ogresa se echaría sobre él para devorarlo y su cuerpo no volvería a salir de las aguas.
Calculó bien el golpe. Respiró hondo y descargó la espada sobre su enemiga lanzando un grito de guerra tan fuerte que todas las bestias del lago se estremecieron. La madre de Grendel
cayó herida.
De pie, junto al cuerpo de la ogresa, Beowulf vigilaba cada uno de sus movimientos mientras agonizaba. Su cuerpo reptaba como el de una serpiente que ha sido atrapada, hasta que por fin
se quedó inmóvil.
Recién entonces, el godo decidió explorar la cueva. La luz de la hoguera alumbraba lo suficiente. Todavía empuñaba su hierro con fuerza, pues creía que podía serle útil si otra fiera se presentaba.
Delgados hilos de agua oscura recorrían las paredes de la cueva. Las rocas parecían brillar cuando el fuego de la hoguera las iluminaba. En los rincones de la gruta, encontró increíbles tesoros: algunos estaban bastante herrumbrados. Los malditos ogros debían haberlos robado hacía mucho tiempo. Nadie los habría encontrado jamás.
El camino empezaba a apagarse a medida que se alejaba de la hoguera. Más adelante, pudo vislumbrar que se abría nuevamente en otra cueva. Con cautela y observando todo detenidamente, penetró en ella.
Allí encontró en su lecho a Gréndel; su cuerpo yacía sin vida. A su lado, estaba el brazo que la ogresa había robado del palacio. Beowulf alzó la espada de los gigantes y le cortó la cabeza.
Pero cuando el filo del arma se manchó con la sangre venenosa del ogro, el hierro comenzó a derretirse.
Tomó la cabeza de Grendel y el puño labrado con joyas de la espada cuya hoja se había derretido, y se dirigió a la entrada de la cueva para regresar. Nadó hacia arriba hasta llegar a la orilla del
lago, sin que ninguna de las serpientes marinas se le acercara.
La tropa de los godos, que aún lo aguardaba, fue a su encuentro en cuanto lo vieron salir. Le quitaron el yelmo y la cota de malla. Limpiaron su rostro y su cuerpo, pues estaban empapados
en sudor y manchados con el agua sucia e inmunda del lago. Beowulf se sentó a descansar unos instantes.
—Ahora sí, podremos regresar a nuestras tierras —les dijo a sus godos, mientras miraba cómo las aguas se tranquilizaban de a poco.
Retornaron al Herot. Entre cuatro guerreros cargaban la cabeza de Gréndel, clavada en una gigantesca lanza. Atrás quedaba un cuantioso tesoro, escondido para siempre debajo de las aguas.
Los daneses estaban en la sala del palacio. Hrothgar se lamentaba por la ausencia de Beowulf, pues había demostrado ser un fiel guerrero.
—El godo ya no volverá —insistía Unferth—. Debemos prepararnos para la noche, porque es la ogresa la que va a regresar.
Si nos encuentra aquí, nos devorará a todos en venganza por la muerte de su hijo.
De pronto, se hizo silencio. Beowulf, que estaba entrando a la sala, alcanzó a oír las palabras del danés.
—Ya no te preocupes —le dijo—, ella está muerta en el fondo del lago. Aquí tienes la cabeza de Gréndel. No precisé de tu espada para cortarla.
Dejó la cabeza del ogro en el medio de la sala. Luego se inclinó ante el rey y le relató lo sucedido en la cueva. Como obsequio, le entregó el puño de la espada de los gigantes.
—Es una joya valiosa, que perteneció a los ogros. Tú debes conservarla.
Hrothgar, admirado por aquella pieza, la sostenía entre manos.
Una antigua querella estaba grabada en esa vieja reliquia, donde se refería la historia de los gigantes que había muerto ahogados en una tormenta. Tenía una guarda de oro en la que estaba
escrito, con runas de exacto valor, para quién se había hecho ese hierro.
A la mañana siguiente, los godos se dieron prisa, pues ansiaban partir. La vela se alzó en el mástil. La madera del barco crujía.
Por fin, los godos se alejaron de Dinamarca rumbo a las tierras lejanas del rey Hygelac. Nunca más se supo que otros monstruos atacaran el Herot.
Los godos fueron recibidos en su tierra con gran alegría y la gloria de Beowulf aumentó hasta el punto de que los godos — que ya habían comunicado al héroe la triste noticia del fallecimiento,
en su ausencia, del noble señor Hygelac, en lucha contra los frisios— comprendieron que había de ser aquél quien sucediera a éste.
Beowulf sucedió en el trono a su desdichado predecesor y gobernó a los godos durante muchos años, alcanzando gran fama y completa felicidad y siendo honrado por todos.

Capítulo I De Grendel, el derramador de sangre



Como todos los días, Hrothgar bajó de su habitación al amanecer para reunirse en la sala del Herot con sus invitados. Mientras desayunaba, Wulfgar, su heraldo, se acercó y le dijo:
—Mi señor, ha desaparecido uno de tus guerreros
—¿Como puede ser?
—Nadie lo sabe, mi rey
—¿Y por qué ha desaparecido?.
—Tampoco se sabe
El monarca consultó con Esker, el mejor de sus caballeros, pero tampoco él sabía los motivos de la fuga. El guerrero había huido durante la noche, sin dejar ningún rastro. Hrothgar estaba asombrado. ¿Por que habría de escapar uno de mis guerreros?. No tenía razones —se decía a si mismo— Era un hombre muy rico. ¡Que extraño que decidiera marcharse!.
Tres días después, a la mañana temprano, Wulfgar volvió y le dijo:
—Cuatro de tus guerreros han desaparecido anoche.
—¿Otra vez? ¿Cómo ha sucedido?
—Nadie lo sabe, señor
—¿Y por qué han desaparecido?
—Tampoco se sabe. Pero puedo decirte que esta vez si han dejado rastros. Hemos encontrado manchas de sangre en el piso de tu palacio.
Hrothgar mandó a llamar inmediatamente a Esker. Le ordenó que revisara el palacio entero y el bosque que lo rodeaba, cada milla, cada pulgada. El guerrero reunió a las huestes armadas
con escudos y espadas de gran filo. No hubo sitio que no revisaran minuciosamente. Pero no encontraron nada.
El monarca comenzó a dudar de que los guerreros se hubieran ido por propia voluntad. Algo les debía haber sucedido, aun que ignoraba qué. Consultó con su consejo de sabios, pero no
obtuvo una respuesta satisfactoria. Suponían que algún enemigo los había secuestrado, pero no había rastros de extranjeros en el palacio ni en las cercanías.
Otros guerreros daneses desaparecieron las noches siguientes.
Todo ocurría cuando la nieve era cubierta por el negro de las sombras. Al amanecer, el heraldo le comunicaba al rey lo que había sucedido. Cada mañana, Hrothgar bajaba preocupado de
su alcoba. Cuando veía que Wulfgar se le acercaba, ya sabía lo que venía a decirle. Durante la tarde, mientras compartían su estancia en el palacio, todos hablaban de las desapariciones nocturnas.
El rey de los daneses recordó algunos relatos que circulaban por su reino. Nunca hasta ese momento les había prestado atención, pues creía que se trataba sólo de leyendas. La gente del
pueblo aseguraba que existían dos grandes espíritus, seres malignos que siempre rondaban en torno a una ciénaga. Uno tenía el aspecto de una hembra, mientras que el otro vagaba en forma
de hombre y su tamaño era mayor. Lo llamaban Gréndel. Ambos merodeaban oscuras loberas y riscos inhóspitos.
Cuando el cielo comenzó a enrojecer de a poco y el sol ya había dejado de entibiar la nieve, el rey se retiró a dormir. La fiesta había terminado. Los caballeros cerraron las puertas y ventanas
del palacio para que el frío no entrara en la sala y se acomodaron sobre las mantas para dormir. Esker montó guardia con dos guerreros fuera del palacio.
Mientras esto sucedía en el Herot, una criatura oscura y repugnante marchaba hacia allí, como todas las noches.
Grendelvivía en las grutas y en los fangales donde el agua de lluvia se estancaba. Era un antiguo descendiente de Caín, que aborrecía a todo ser que no fuera como él.
Se desplazó con sus torpes movimientos hasta acercarse al Herot. Desde los lindes del bosque, observó la mansión. El ruido de la música que tanto lo atormentaba había cesado.
Ni Esker ni sus compañeros pudieron verlo cuando entró al palacio, pues lo rodeaba una espesa tiniebla que desdibujaba sus formas. Los gritos llegaron a oídos de la guardia cuando ya era tarde. Esker alcanzó a divisar a lo lejos la silueta del ogro que se internaba en el bosque con los guerreros atrapados en las garras.
Grendel logró escapar arrastrando a su ciénaga a los quince hombres que estaban dentro del Herot.
Los que no creían en la existencia del monstruo, desde ese día le temieron.
Al amanecer, el palacio estaba envuelto en llanto. Los gritos se expandían por la comarca a medida que la historia iba recorriendo las casas. No fue necesario que el heraldo le comunicara
la noticia al rey. Hrothgar supo qué había pasado apenas escuchó el primer lamento. Todo su reino era una tragedia. Tampoco él había creído hasta ese día en la leyenda de las dos criaturas.
Desde esa noche, el ogro no les dio tregua. había probado la carne humana y ya ningún otro alimento lo satisfacía. Esperaba ansiosamente la caída del sol para ir en busca de sus presas.
Hrothgar observaba cada noche cómo sus guerreros abandonaban el Herot, huyendo de la furia del monstruo que acechaba en la oscuridad. Buscaban un lecho seguro, en algún sitio apartado,
a salvo del peligro. El rey se cercioraba que nadie quedara en la sala antes de retirarse. Las noches de luna, una tenue luz penetraba por los ventanales más altos y recorría el desolado palacio.
No existía sitio más desierto.
Doce años duró el asedio de Grendel y su historia se difundió en aquel tiempo por tierras extranjeras. Se decía que todas las riquezas de Dinamarca no bastaban para saciar al ogro que habitaba en una ciénaga maldita, escondida en las sombras. Sin embargo, nadie podía describirlo, pues aquel que lo hubiera visto no había sobrevivido.
Fue así como los godos supieron de Gréndel. Una gran amistad los unía a los daneses. Beowulf fue uno de los primeros en enterarse de la historia y decidió viajar a Dinamarca. En aquel
entonces, era un joven vasallo y sobrino de Hygelac, el rey. Se decía que superaba en fuerza a todos los hombres vivos que había en el mundo.
Antes de emprender el viaje, los godos consultaron a sus sabios, los ancianos que podían ver el futuro. Organizaron una ceremonia en la que sacrificaron un verraco, el cerdo más grande
que había en la comarca. El animal gritó tanto que sus quejidos alcanzaron a oírse en muchos países. Tenía una voz casi humana.
Todos los pájaros que lo oyeron acudieron al lugar y volaron en círculo sobre el cuerpo del animal muerto durante horas. Los sabios entendieron que era un buen augurio y, una vez terminada
la ceremonia, le comunicaron al rey su respuesta: el viaje a las tierras danesas sería exitoso.
Se eligió a los quince guerreros más valientes para acompañar al joven godo a Dinamarca y, a la mañana siguiente, iniciaron los preparativos para el viaje. El barco, que flotaba al pie de
los peñascos, era uno de los más bellos viajeros del agua. Su casco, de madera dura y resistente, remataba la figura de un ave cuyas alas abiertas parecían sostener la proa. La cabeza del ave
se erguía esbelta, como si mirara fijamente el horizonte. Numerosos escudos labrados protegían las bordas de la nave, que fue equipada con todo lo necesario para la guerra: armas de hierro,
pesadas espadas y arneses.
Cuando todo estuvo listo, la vela se alzó en el mástil y el viento la desplegó. Los godos se hicieron al mar y se alejaron del sur de la península escandinava.
El navío avanzaba, rodeado de espuma, rumbo al camino de las ballenas. Un día después, los godos divisaron la costa de Dinamarca, con sus montañas y escollos brillando a la luz del mediodía.
Atracaron el barco en la arena y desembarcaron. Desde lo alto de un risco, un vigía danés que custodiaba la costa los vio descender. Su misión era vigilar que aquellas tierras
no fueran atacadas por naves enemigas. Empuñó su lanza y cabalgó hacia la orilla para averiguar qué tropa era esa. Sin descender de su caballo, se dirigió al enemigo mejor armado:
—¿De donde vienen?
—Somos godos, fieles vasallos del rey Hygelac— respondió Beowulf
—¿Y que los trae a Dinamarca?
—Hemos venido al encuentro de tu rey. Nos trae aquí una alta misión.
—¿Y cuál es esa misión, si es que puedes revelarla?
—No voy a ocultarte el motivo de nuestra presencia. Sabemos, si es verdadero el relato que ha llegado a nuestros oídos, que tu pueblo es asediado por un enemigo que se oculta en la
noche— explicó el godo. El vigía asintió, asombrado de que el recién llegado supiera de Gréndel.
—Vengo a ofrecer mí ayuda a Hrothgar, para enfrentar al monstruo.
El vigía juzgó a sus tropas leales y les permitió seguir adelante.
Ordenó a los hombres que estaban bajo su mando que custodiasen la nave de los godos y se ofreció a acompañarlos.
A lo lejos, alcanzaron a ver la mansión del rey, construida con piezas de madera y decorada con oro. Su reflejo llegaba hasta las tierras más lejanas. El guía les indicó el camino y se despidió
de ellos para regresar a la costa.
Las anillas de hierro gemían en las cotas cuando los godos entraron al palacio. Dejaron sus escudos cerca de la pared y apilaron sus lanzas, que eran varas de fresno con puntas de hierro.
El heraldo del rey fue a su encuentro, sin disimular su asombro al ver armas tan extrañas.
—Soy Wulfgar, mensajero del rey— se presentó—. ¿De donde vienen?
—Venimos de las tierras del rey Hygelac.
—¿Cómo te llamas?— preguntó al que le había respondido antes.
—Mi nombre es Beowulf y desearía hablar con tu señor.
Hrothgar estaba reunido con sus vasallos en la sala del palacio cuando Wulfgar le comunicó la llegada de los godos y su solicitud de verlo.
—Es un buen capitán el que manda a los hombres. Lo llaman Beowulf.
El rey se quedó pensativo. Recordaba haberlo conocido cuando era niño. Sabía que su padre, el príncipe Ekto, se había casado con la hermana de Hygelac. Beowulf era el sobrino del rey godo.
Según la gente del mar, el joven tenía en su puño la fuerza de treinta hombres.
—Corre hasta ellos y diles que vengan —ordenó—. Hazles saber que nuestro pueblo les da la bienvenida. Wulfgar se acercó a los godos y les dio la respuesta de Hrothgar. Antes de entrar en
la sala, les pidió que se despojaran de su lanzas y escudos: no era costumbre presentarse armado ante el rey. Beowulf dispuso que algunos se que quedaran a custodiar las armas, mientras que los demás ingresaron con él al Herot y se acercaron al trono del rey.El joven godo que estaba al mando del tropa fue el primero en inclinarse ante Hrothgar: lo saludó con respeto y se presentó.
—No conocía aún tu sala. La gente de mar afirma, con razón, que es la más hermosa de las moradas. Dicen también que, cuando la luz de la tarde se oculta, queda sola bajo el cielo, desierta y abandonada a su suerte. Fue en mí tierra natal donde tuve noticias de tu lucha con Gréndel. Hemos venido aquí desde muy lejos, para enfrentarnos con ese ogro.
Beowulf había oído que el monstruo atacaba sin armas. También él deseaba luchar sin ayuda de espada ni de escudo. Lo desafiaría con sus manos, aunque sabía que si Grendel lo vencía, lo
devoraría.
—Muchas noches, mis hombres —le dijo el rey—, alzando sus espadas, juraban permanecer en el Herot y enfrentar a Gréndel.
Al día siguiente, el palacio amanecía teñido en sangre y el número de mis vasallos disminuía. Nada detiene a ese monstruo.
Unferth, el hijo de Edgelaf, estaba sentado a los pies de Hrothgar. Había escuchado a Beowulf atentamente y lo envidiaba. No podía admitir que ningún guerrero fuera más valiente que él.
—Beowulf —lo increpó—, ¿eres tú el que hace tiempo se desafió en las aguas con Breca?
El godo se sorprendió por la pregunta. Le contestó que sí, aunque no comprendía por qué el danés se refería a esa vieja lucha.
—¿No cruzaron ambos el mar exponiendo sus vidas?
—Así fue como lo hicimos.
—¿Pero nadie los previno de que no lo hicieran?
—Nos aconsejaron que desistiéramos de nuestro proyecto, pero ambos queríamos hacerlo.
Unferth se puso de pie y todas las miradas se dirigieron a él.
Feliz por haber logrado concentrar la atención, prosiguió:
—¿Cuántos días duró aquella lucha?
—Siete días.
—¿Y Breca te venció porque tenía más fuerza que tú?
Sin dar tiempo a que Beowulf respondiera, Unferth avanzó en los detalles de esa vieja historia de mar, mientras recorría la sala de una punta a la otra. El auditorio aumentaba a medida que
hablaba.
—Te echaste al mar agitando los brazos para avanzar en el agua. De pronto, una tempestad invernal encrespó las olas de tal manera que perdiste tu dominio sobre ellas. La victoria fue de
Breca, pues no se dejó abatir ni por la furia del mar ni por los animales que a ti te derrotaron en un rápido combate. Ahora sé que te espera un fracaso mayor aún: Grendel te matará fácilmente,
si te quedas a su alcance.
Unferth volvió a sentarse a los pies de Hrothgar. Tomó su copa labrada en bronce y bebió el vino sin mirar a nadie, disfrutando en silencio del efecto que sus palabras habían producido.
El ánimo de todos decaía. El alivió que había sentido con la llegada de los godos se desmoronaba. Hasta hacía un momento, creían que Beowulf derrotaría al ogro. Ahora, comenzaban a perder
las esperanzas.
El godo caminó despacio hasta encontrarse en el medio de la sala. Seguro y tranquilo, se dirigió a su adversario:
—En verdad, amigo, ignoro el motivo de tus calumnias, pero puedo asegurar a todos que nadie ha podido igualar mis hazañas en el mar.
—¿Por qué habría yo de mentir y no tú? —dijo astutamente Unferth.
—Ciertamente, es tu palabra contra la mía, pero al menos permíteme relatar mí versión de esa historia.
—Nada nos complacería más que un relato mentiroso, pues estamos habituados a los relatos fantásticos.
Beowulf no le contestó. Prefirió comenzar con su versión de la lucha:
—Es cierto que Breca y yo decidimos jugarnos las vidas en las aguas. Nos echamos al mar empuñando con fuerza las espadas que nos protegían de las ballenas. Pero Breca no pudo sacarme ventaja, pues era yo quién evitaba que se quedara atrás. Así nadamos cinco días, hasta que la marea nos separó. También es cierto que sobrevino una tormenta helada y el viento norte se alzó con fuerza. Una bestia marina me arrastró hasta las profundidades, pero pude alcanzarla con el hierro de mí espada.
Los daneses escuchaban perplejos.
—Al amanecer —continuó Beowulf—, los monstruos yacían heridos en la playa. Las aguas se calmaron cuando brilló el sol y así pude divisar las rocas de la costa. Nueve alimañas mató mí
hierro. No supe jamás de nadie que sostuviera una batalla tan dura en el fondo del mar.
El auditorio estaba desorientado: no sabían a quién creer. No conocían aún a Beowulf, aunque de él se contaban historias asombrosas. Y, si bien nunca habían oído que Unferth hubiera sostenido
tan fieros combates, sentían aprecio por él. El godo lo sabía. Fue por eso que le brillaron los ojos cuando lo desafió:
—Y si tu valor es tan grande, ¿por qué no enfrentas tú a Gréndel?
Unferth permaneció en silencio. Tuvo que aceptar que la victoria era de Beowulf, pero sólo por el momento.
—Esta noche —prosiguió el godo—, tendrás oportunidad de medir nuestra fuerza y nuestro coraje. Y mañana todos podrán regresar sin miedo al palacio —concluyó, y su voz quedó resonando en la sala.
Terminada la disputa, se reanudó el festejo. Hrothgar intentaba disfrutar de la reunión, pero sus temores por lo que fuera a suceder esa noche no lo abandonaban. Antes de retirarse a su
alcoba, entregó el mando a Herot a Beowulf.
—Eres el primero a quien cedo mí palacio. Cuida de él y espera al ogro. Si no pierdes la vida en la batalla, tendrás cuanto quieras.
Sólo los guerreros godos permanecieron en la sala. Beowulf se despojó de su cota de malla, su yelmo y su espada: había prometido luchar sin armas. Se recostó en uno de los bancos, mientras
sus compañeros se preguntaban si volverían con vida a su patria. Sabían que muchos daneses habían encontrado la muerte en ese lugar.
Ya entrada la noche, Grendel salió de la ciénaga. Caminó hacia Herot por la tierra mojada, protegido por la oscuridad. Mientras atravesaba el bosque, dejaba tras de sí grandes huellas de barro.
Le bastó con tocar los cerrojos de hierro con sus inmensas garras para romperlos e ingresar al palacio. Avanzó lentamente por el pavimento de colores tan distintos a él. Sus ojos brillaban
como el fuego.
Le sorprendió ver a tantos guerreros, pues hacía tiempo que merodeaba el Herot sin hallar rastro humano. En la penumbra de la sala, sonreía exhibiendo sus dientes afilados: saboreaba de
antemano el inesperado banquete.
Antes de que los guerreros atinaran a reaccionar, atrapó a su primera presa. El yelmo de la víctima, adornado con la figura del verraco, rodó a los pies de Beowulf. Los godos se apresuraron a tomar las armas, pero la horrible visión del monstruo bebiendo la sangre del guerrero los paralizó. Beowulf fue el único que permaneció acostado, sin moverse siquiera. De ese modo pretendía llamar la atención del ogro.
Grendel extendió su garra y lo palpó. Apenas sintió el roce, el godo se alzó, dispuesto al ataque, y atrapó con fuerza la garra. El gigante forcejeó para soltarse, pero Beowulf no cedió.
El palacio retumbaba con la lucha. Era increíble ver cómo resistía tan dura batalla. Gruesos tirantes de hierro permitían que se sostuviera en pie. Dentro de la sala, los bancos de madera
caían destrozados unos sobre otros. Un rugido poderoso y extraño se oía en toda la comarca. Los daneses estaban tan espantados que no se atrevían a acercarse.
Decididos a darle muerte, los godos empuñaron sus espadas y lo atacaron, pero no lograron herirlo. Ni el mejor hierro podía lastimarlo. Las espadas parecían perder el filo al contacto con su
cuerpo. El ogro hechizaba las armas en cuanto rozaban su piel: esa era su magia.
Mientras tanto, Beowulf continuaba aferrando la garra. Su fuerza le permitía resistir el forcejeo, que cada vez era mayor.
De pronto, el grito de dolor más espantoso resonó en toda la tierra. Algunos reyes de continentes lejanos despertaron de su sueño preguntándose qué había provocado aquel grito. Los godos
se tiraron al suelo y se cubrieron los oídos con mantas.
Beowulf le había arrancado el brazo a Gréndel. La fuerza de su puño había vencido al ogro. Herido de muerte, el monstruo huyó a ocultarse a su guarida.
Los godos contemplaron absortos el brazo y la garra de Grendel que Beowulf sostenía entre sus manos. Satisfecho, se dirigió hacia la entrada del palacio y colgó su trofeo del techo del Herot.
El brillo de la sala contrastaba con el áspero y tosco brazo del ogro.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Beowulf

Adaptado al inglés contemporáneo por J. R. R. Tolkien


Beowulf es el poema inglés antiguo más importante y tal vez el más significante del período Anglo-Sajón. A pesar de ser terminado en el siglo VII de nuestra era está ambientado en la sociedad escandinava del siglo V, narrado por bardos anónimos y trasmitido de generación a generación con, obviamente, algunos cambios.



Introducción

(De la llegada de Scyld)


Desde los tiempos más remotos se trasmite de generación en generación, en el pueblo que habita a las orillas del mar del Norte, la misteriosa leyenda de un héroe que arribó a las playas siendo
todavía un niño, traído por las aguas sobre un escudo que había sido rellenado con paja, a modo de cuna. Allí creció el muchacho, que con el tiempo llegó a ser un valiente guerrero, tan
poderoso que fundó un reino que no tardó en superar en prosperidad y grandeza a todos los países del Norte.


Nadie sabía de dónde procedía ni cuál era su nombre, pero a causa del extraño medio en que había sido traído por el mar, fue llamado Sceaf —haz de paja— o también Scyld —escudo—.
Cuando murió, después de un largo reinado tan próspero como glorioso, obedecieron sus guerreros su último mandato, enviándole a su oscura patria, de nadie conocida. Colocaron su cadáver en un navío cargado con ricos tesoros. Encima de sus restos ondeaba un estandarte dorado.


Las luminosas velas se hincharon al viento, y así como había llegado, de niño, tan misteriosamente, volvió a desaparecer de la vista de sus apenados súbditos. El nieto de este enviado de los dioses, Healfdene, continuó la obra de su abuelo, gobernando con mano firme el país. Cuando falleció este rey, le sucedió su hijo Hrothgar, el cual, acompañado de multitud de sus valientes guerreros, asentó su corte en el país danés. Mandó construir un palacio soberbio, un edificio maravilloso, con resplandecientes almenas y una hermosa sala, ricamente adornada, como no se había visto nada igual en el mundo. Las gentes dieron al castillo el nombre de Herot —ciervo— porque eso es lo que parecía, desafiando a las tempestades con la cornamenta de sus almenas, no temiendo ni siquiera a los incendios, cuando la codicia despertada por tantas riquezas atraía a los enemigos…

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