jueves, 15 de febrero de 2007

Hoy mi abuelo ha muerto.



A las 7:30 de la mañana del 21 de mayo de 2003, según dice en el acta de defunción. No murió solo, eso espero, pero ya nadie podía hacer nada por él. No lo vi por última vez, ni pude tocarle la mano sabiendo él que era yo, ni pude rozarle su barba árida por el trabajo y el sol sabiendo que era uno de los pocos hombres que puedo besar.
Quizás no soy su mejor nieto pero lo quise, en realidad no lo quise, eso implica un fatalismo y una absurda negación de la realidad emboscándola con un falso reconocimiento, no lo quise. Lo quiero.
No he podido llorar, en mi inútil búsqueda de razones no acepto que ha sucedido. Cuando en la calle se me acercaron y me dieron el primer pésame lo único que pude decir fue “es verdad?”. No sabía que la noticia de la muerte de mi abuelo me iba a golpear como un martillo que iba a recorrer cada uno de los nervios que se conectaban con recuerdos casi escondidos y olvidados, que un torrente de lágrimas se apelotonaran en mis ojos buscando salir y mi cabeza se negaría a que salieran porque no podía ser verdad.
Desde siempre he sabido que podía y debía suceder lo que pasó. Mi abuelo era un hombre y, aunque parecía indestructible, sabía que era tan frágil como una flor, una esponja o como otro hombre cualquiera. A pesar de saber de sus defectos lo sentía recto y ecuánime, poseedor de una sabiduría que iba más allá de la que uno gana con los años. De una sabiduría que subía por las vidas de sus antecesores (mis antecesores).
Mi abuelo ha muerto. No me pude despedir. Eso me taladra. No basta para llenar el vacío y la rabia que siento todo lo que pueda hacer ahora. Porque ese cuerpo que ahora se encuentra en un féretro y que comienza el proceso de descomposición, el que en este mismo instante es nido de moscas y gusanos no es mi abuelo. Mi abuelo era un hombre y el cuerpo no es un hombre. Hace falta mucho más para llegar a serlo. Hace falta la capacidad de sentirse vivo, la capacidad de poder equivocarse y continuar, el deseo por vivir, las ganas de luchar y perderse en todo...
Estas palabras que ahora reconozco escribí en otro lugar en otra dimensión, junto a un sueño que nunca descifré, no son suficientes para cubrir mi culpa. Lo que debí hacer se encuentra ahí irresuelto como un gran pedazo de roca que debió ser una estatua que nadie esculpió.
Cargué su cadáver dentro del ataúd por un corto instante. No pesaba, era como si su férrea actitud ante la vida, no importa lo equivocada o no que estuviera, hubiera desaparecido. Él ya no está, es inútil todo esto que hago. Ya no es por él es por mí.
Las lágrimas que en este mismo instante desguazan mis ojos son por algo que nunca lograré a comprender.
Te quiero abuelo.
Perdóname abuelo. Trataré de tener la porción que me corresponda de tu actitud, de tu mirada y de tu capacidad de intentar hacer lo que se debe hacer sin temor a nadie sino a uno mismo. Ese es el único y más válido homenaje que te puedo hacer.

Angork Ben Aitha, en los oscuros pasadizos del Laberinto de Aiyeé

1 comentario:

Crasmir dijo...

Precioso. Siento mucho lo de tu abuelo (aunque por lo que veo fue hace varios años ya) y entiendo cómo te sientes, a mí me pasa igual.

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